Desde hace mucho, me he vuelto renuente a cualquier etiqueta que separe o caracterice un modo de ser, un modo de vivir o cualquier cosa parecida. No obstante, hay algo que, si he de señalar de entrada, es que soy cristiano. Desde niño he estado vinculado de manera directa a la creencia en un Dios creador, un Dios que es amor, un Dios que es principio y fin, el alpha y el omega. Una creencia que hoy se ha vuelto certeza.
Y he reconocido en Jesús, el rostro humano de ese Dios, así como en el entorno, en la energía vital latente en toda la naturaleza, el universo y en nuestra propia esencia, una expresión del Espíritu Santo, la tercera persona de lo divino desde la perspectiva católica cristiana. Así pues, no he podido entender mi vida sin esa idea de la trascendencia que subyace en lo cristiano, de esa manera como se va manifestando y haciendo evidente en cada respiración, mirada, pensamiento, las palabras que lo expresan, así como en las acciones cotidianas.
Y ser cristiano me ha permitido mantener el foco de atención en ese Dios hasta que algo empezó a hacer crisis. Y no es que dejará de creer, necesitaba una fe confiada. El discurso cotidiano dejo de satisfacerme. Algo no me cuadraba y me vi a la tarea de buscar en profundidad, en las espiritualidades, especialmente las de corte oriental, una mayor comprensión del sentido de lo divino en la existencia. Paradójicamente, todo esto ha profundizado mi fundamento en lo cristico, pero desde una perspectiva más amplia y al mismo tiempo más interna.
Mis conclusiones son variadas e incluso debatibles sin duda, pero por el momento quisiera compartir una. Más adelante, al tenor de otros momentos, creo que puedo compartir otras tantas. Afirmo entonces que la originalidad del cristianismo consiste en la búsqueda de lo Absoluto, Dios, desde dentro de sí. No hay búsqueda de lo divino que no empiece en nuestra interioridad. Ser cristiano es dejar que nuestra verdadera esencia brille y se haga presencia en la vida cotidiana. Su esencia, sólo la pude llegar a entender, radica en hacernos cristos, en despertar el cristo interior. Y eso es entrar en una dimensión profunda de la vida, ausente de límites. Una dimensión insondable que todo lo abarca.
Todo, en últimas, está en Dios, reflejando su propia luz, incluso en la misma experiencia humana si sabemos ver. Esa realidad sería lo último, lo definitivo. Y a esa realidad es a la que hemos de entregar todo aquello que nos separa. Para ir a Dios, para entrar en Dios, o para encontrar un sentido último, debemos estar libres de ataduras que impidan lo que, desde las perspectivas espirituales se llama la fusión con el Absoluto. No obstante, es bueno comprender, no sólo como un discurso, sino como una realidad concreta, que esas ataduras no necesariamente son las físicas, sino que las más fuertes son las mentales.
Pereira, Colombia, 18 de abril de 2025